Durante este fin de semana en México celebramos una de las tradiciones que más me gusta, "Día de Muertos". Durante el 1 y 2 de Noviembre los que ya no están con nosotros vienen a visitarnos y los que aún estamos en este espacio nos preparamos para recibirles y
Durante estos días los panteones se visten de color, música y algarabía. Las casas huelen a comida porque se preparan los platillos favoritos de nuestros difuntos.
Para mí es una
misteriosa, hermosa y mágica tradición.
Conoce su origen en la siguiente información ...
El Día de Muertos es una celebración que honra a
los difuntos el 2 de noviembre, aunque comienza desde el 1 de noviembre y
coincide con las celebraciones católicas del Día de los Fieles Difuntos y Todos
los Santos. Es una festividad mexicana y centroamericana que se celebra también
en muchas comunidades de Estados Unidos, donde existe una gran población
latina, e incluso en Brasil, donde se le conoce como Dia dos Finados.
Es tan importante y
tradicional que en 2003 la UNESCO declaró al Día de Muertos
mexicano como
Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, pero ¿cómo comenzó?
Los orígenes de la celebración del Día de Muertos en México son anteriores a la
llegada de los españoles. Hay registro de celebraciones en las etnias mexica,
maya, purépecha, nahua y totonaca. Los rituales que celebran la vida de los
ancestros se realizan en estas civilizaciones por lo menos desde hace tres mil
años. En la era prehispánica era común la práctica de conservar los cráneos
como trofeos y mostrarlos durante los rituales que simbolizaban la muerte y el
renacimiento.
El festival, que después se convertiría en el Día de Muertos, era conmemorado
el noveno mes del calendario solar mexica, cerca del inicio de agosto, y duraba
un mes completo. Las festividades eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl,
conocida como la "Dama de la Muerte" (actualmente relacionada con
"La Catrina" de José Guadalupe Posada) y esposa de Mictlantecuhtli,
“Señor de la Tierra de los Muertos”. Las festividades eran dedicadas a la
celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.
A dónde se dirigen
los muertos
Para los antiguos
mexicanos, la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica,
en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar. Por
el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos
estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido y no por su
comportamiento en la vida.
De esta forma, las direcciones que podían tomar los muertos eran:
El Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían
aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados,
los que morían por efecto de un rayo, los que morían por enfermedades como la
gota o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como también los niños
sacrificados al dios.
El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia. Aunque los muertos eran
generalmente incinerados, los predestinados a Tláloc eran enterrados, como las
semillas, para germinar.
El Omeyocan, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la
guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que eran
sacrificados y las mujeres que morían en el parto. Estas mujeres eran
comparadas a los guerreros ya que habían librado una gran batalla, la de parir,
y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañarán al sol desde
el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Su muerte provocaba tristeza y
también alegría, ya que, gracias a su valentía, el sol las llevaba como
compañeras. Dentro de la escala de valores mesoamericana, el hecho de habitar
el Omeyocan era un privilegio.
El Omeyocan era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se
le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocan,
después de cuatro años, volvían al mundo, convertidos en aves de plumas
multicolores y hermosas.
Morir en la guerra era considerada la mejor de las muertes por los aztecas. Por
incomprensible que parezca, dentro de la muerte había un sentimiento de
esperanza, pues ella ofrecía la posibilidad de acompañar al sol en su diario
nacimiento y trascender convertido en pájaro.
El Mictlán, destinado a quienes morían de muerte natural. Este lugar era
habitado por Mictlantecuhtli y Mictacacíhuatl, señor y señora de la muerte. Era
un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.
El camino para llegar al Mictlán era muy tortuoso y difícil, pues para llegar a
él, las almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años. Luego
de este tiempo, las almas llegaban al Chignahuamictlán, lugar donde descansaban
o desaparecían las almas de los muertos. Para recorrer este camino, el difunto
era enterrado con un perro, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante
Mictlantecuhtli, a quien debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas
de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán
recibían, como ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de
algodón.
Los niños tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se
encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los
niños que llegaban aquí volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que
la habitaba. De esta forma, de la muerte renacería la vida.
Ofrendas y fiestas
prehispánicas
Los entierros
prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos:
los que, en vida, habían sido utilizados por el muerto, y los que podría
necesitar en su tránsito al inframundo. De esta forma, era muy variada la
elaboración de objetos funerarios: instrumentos musicales de barro, como
ocarinas, flautas, timbales y sonajas en forma de calaveras; esculturas que
representaban a los dioses mortuorios, cráneos de diversos materiales (piedra,
jade, cristal), braseros, incensarios y urnas.
Las fechas en honor de los muertos son y eran muy importantes, tanto, que les
dedicaban dos meses. Durante el mes llamado Tlaxochimaco, se llevaba a cabo la
celebración denominada Miccailhuitntli o fiesta de los muertitos, alrededor del
16 de julio. Esta fiesta iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado
xócotl, al cual le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo. En la
celebración participaban todos y se hacían ofrendas al árbol durante veinte
días.
En el décimo mes del calendario se celebraba la Ueymicailhuitl o fiesta de los muertos
grandes. Esta celebración se llevaba a cabo alrededor del 5 de agosto, cuando
decían que caía el xócotl. En esta fiesta se realizaban procesiones que
concluían con rondas en torno al árbol. Se acostumbraba realizar sacrificios de
personas y se hacían grandes comidas.
Después, ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban vestidos
con plumas preciosas y cascabeles. Al finalizar la fiesta, los jóvenes subían
al árbol para quitar la figura, se derribaba el xócotl y terminaba la celebración.
En esta fiesta, la gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para
recordar a sus muertos: el antecedente del actual altar de muertos.
Transformación del
ritual
Cuando llegaron a
América los españoles, en el siglo XVI, se aterraron por estas prácticas y en
un intento de convertir a los nativos del nuevo mundo, las hicieron coincidir
con las festividades católicas del Día de Todos los Santos y Todas las Almas.
Los españoles combinaron sus costumbres con el festival mesoamericano, creando
un sincretismo religioso, dando lugar al actual Día de Muertos. Uno de los
estados más representativos de este suceso es Michoacán.
El punto angular de esta tradición es la creencia de que el espíritu de los
difuntos regresa del mundo de los muertos a éste, para convivir con sus
familiares durante un día, departiendo con ellos, consolándolos y
confortándolos ante su pérdida.
Francois Mauriac
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